Con Rosa, podíamos decir que prácticamente, desde el momento de casarnos, nuestro matrimonio había empezado a agonizar. Y seguimos viviendo juntos incluso bastante después de que hubiera muerto del todo. Pero le hicimos un funeral decente. No invitamos a nadie. Fue una ceremonia privada en el jardín de casa, así sin mucha alharaca, pero para nosotros tenía un hondo significado. El pozo donde lo enterramos también era bastante hondo. Lo habíamos venido cavando sin admitirlo durante años, engañándonos con el cuento de que lo hacíamos para plantar una palmera.
Al poco tiempo en un accidente automovilístico, fallecieron nuestros vecinos Julián y Anabela. Llevaban apenas dos años de casados y su matrimonio por suerte en el accidente no murió. Sin embargo después del entierro (que fue muy sonado, prácticamente todo el barrio había recibido invitaciones), a él lo corrieron de la casa que fue puesta en venta por los tíos de Julián y los primos de Anabela.
El matrimonio entonces se vino a vivir con nosotros. Teníamos lugar ya que el nuestro había partido para siempre.
Los primeros tiempos la convivencia fue pacífica y hasta bastante disfrutable. Él no se metía con nosotros ni nos decía cómo teníamos que vivir. Su temperamento era alegre y dicharachero y no tardó en superar la pena por el deceso de los cónyuges. Yo, sobre todo me llevaba bastante bien con él. Rosa no le prestaba mucha atención. Ella estaba en otra cosa. Había empezado a salir con Joaquín, un compañero de trabajo que la pretendía desde hacía años y la cosa venía en serio.
Los problemas empezaron cuando el matrimonio (nuestro huésped), se enamoró del noviazgo de Rosa con Joaquín. Todos los días lo esperaba con flores y Rosa se ponía furiosa, se las sacaba y las tiraba a la basura. Joaquín no entendía bien lo que pasaba, creía que era yo quien le regalaba las flores a Rosa como parte de un plan de reconciliación. Una vez me encaró y me recitó sus mejores amenazas de novio celoso. Yo quise salvar la situación con un juego de palabras, le dije que regalar flores a Rosa me parecía algo tan redundante que yo jamás me lo habría permitido. En todo caso le habría regalado un jarrón o una abeja.
Joaquín no se conformó. Empezó a vigilarnos a Rosa y a mí, con el resultado de que descuidó su noviazgo, y este acabó por ceder a la persistencia de las proposiciones que le hacía nuestro matrimonio (bah, no era el nuestro pero a esa altura ya nos habíamos encariñado bastante con él y lo considerábamos parte de nuestra familia).
A Rosa al principio no le gustó que su noviazgo iniciara una relación con el matrimonio, pero luego se dio cuenta de que eso no tenía por qué afectar su vida sentimental. Ella no estaba enamorada del noviazgo, estaba enamorada de Joaquín. Sin embargo viéndolo tan obcecado y enredado en aquella telaraña de celos infundados, lo dejó. El noviazgo entonces quedó liberado y su relación con el matrimonio se oficializó. Los dos nos vinieron a decir un día que se iban a vivir juntos.
Al no haber figura jurídica que diera un marco legal a esa unión, debieron recurrir al concubinato. Este los atendió con cierta cautela porque desconfiaba de los vínculos formales. Pero cuando vio que estaban animados por sentimientos auténticos, los aceptó y se fue a vivir con ellos.
Joaquín, Rosa y yo nos quedamos entonces mirándonos las caras, sin saber a qué atenernos el uno respecto al otro, como tres monos de especies diferentes, recién caídos de sus respectivas palmeras.
Cabe destacar que estas palmeras, de haber figurado realmente entre los cementos propios de la situación y no solamente en sentido figurado, habrían sido también de diferentes clases.
A saber: Butiá Capitata. Palmera cuya altura oscila entre los 8 y 10 metros en su estado adulto. Tronco cilíndrico, grueso, generalmente cubierto de restos de pecíolos.
Y esta otra: Butiá Yatay (conocido como Yatay en nuestro medio). Palmera con estípite que se eleva a 10-12 metros de altura, cubierto por restos de pecíolos en toda su extensión o en la parte superior.