Blancas son las lejanas planicies y blancos
se vuelven los bosques que se desvanecen.
El viento muere junto con la altura
y más densa es sin embargo la nieve.
Un peso que se reúne sobre techos y árboles
cae lentamente apenas audible.
Las praderas y los arroyos ya bien cubiertos
yacen quietos sin sonido alguno;
como un suave ministro de los sueños,
la nevada me encapucha por completo;
en madera y agua, en la tierra y el aire,
un silencio en todos lados.
Salvo cuando en un hechizo solitario,
el trineo de algún granjero, con urgencia,
con ruedas crujientes y campanas agudas,
pasa a mi lado y se marcha;
o cuando desde la vacía desolación oigo
un sonido claro y remoto.
El ladrido de un perro, o la llamada
del ganado, con agudo repique,
nacida con ecos desde alguna caseta junto al camino
o desde un granero lejos al otro lado del campo.
Entonces todo está en silencio y la nieve cae,
depositándose suave y con lentitud.
La noche aumenta y el gris
acerca la tierra y el cielo.
El mundo parece cubierto, allá lejos.
Sus ruidos duermen y yo,
con el secretismo de aquél arroyo enterrado,
me arrastro con torpeza y sueño.
Y sueño... y sueño.
Yo sueño... sueño.