Un primo de mi madre tenía un bufete próspero en la ciudad,
hace muchos años me enviaron como joven pasante de abogado.
Encontré una habitación sencilla: una mesa, una cama, un espejo.
Y llegaba de noche cerrada,
que en alguna taberna del centro se había hecho tarde.
En el rellano la señora Manresa pasaba las horas cosiendo.
Pero aquel día parecía alterada, se acercó nerviosa y dijo:
“Disculpe, no sabe cómo odio venir a pedirle favores.
El inquilino del tercero este mediodía estaba como loco y ahora llamo y no responde…”
A la luz de un inmenso candelabro me abrí paso en la oscuridad,
avanzando entre sombras de muebles repasaba las habitaciones.
Oí unos perros que lloriqueaban, seguí la pista de los llantos
y, señores, como sabrán, me encontré un gran héroe romántico muerto en el comedor.
Y tenía una nota ridícula arrugada entre las manos
llena de dedos que jugaban con trenzas de puestas de sol y doncellas a lomos de caballos.
Poco después, el inspector apuntaba el contacto de un familiar,
un hermano que vivía en la costa, con quien celebraban los santos.
Le cerraron los dos ojos con ternura, lo taparon con una sábana blanca.
En silencio todo el mundo sorbía té verde que había calentado la maestra del cuarto.
Un cura rezó un Padre Nuestro con un hilo de voz, muerto de sueño,
al lado, nos reunimos los hombres para intentar sacar el cuerpo.
Y tirando de unos tobillos sin vida salí de aquel comedor.
La señora Manresa sufría “Por el amor de Dios, tengan cuidado con los golpes”.
En la calle la carroza esperaba, el cochero se distraía observando
a unos soldados de permiso que cantaban bajo la luz de las farolas.
Contamos hasta tres para hacer fuerza para subir el cadáver arriba.
Un viento frío heló el aire, un látigo chasqueando con pereza hizo arrancar a los caballos.
Y seguía con la nota ridícula arrugada entre las manos,
llena de gritos en el vacío, de deseos violentos,
de tormentas que entierran barcos dentro del mar.
Llena de mujeres riendo de ojos sanguinolentos
de belleza que no deja espacio para pensar.
Llena de musas heridas para siempre
por clavos oxidados en canciones de poetas vulgares.
Llena de saltos infinitos donde te esperan inmóviles,
por si quieres pasar, unos gimnastas de hielo.
Llena de bestias babosas a punto de enfrentarse
en combate desigual con los presos cristianos.
Llena de niños asustados que miran
si llegan los padres bajo la lluvia constante.
Llena de jóvenes erectos que se arriman
a chicas guapas engalanadas para el baile del Domingo de Ramos.
Llena de brazos que se alzan y paran un taxi
saliendo de cenas con amigos que se van.
Llena de "créeme, lo intento, pero a ratos
sospecho, morena, que esto no se parará jamás."