El pintor la respetaba
lo mismo que a algo sagrado,
y su querer lo ocultaba
porque era un hombre casado.
Ella lo camelaba con arma y vía,
hechizá por la magia de su paleta
y, al igual que una llama, se consumía
en aquella locura negra y secreta...
Y cuando, de noche,
Córdoba dormía
y era como un llanto
en la Fuente del Potro,
una voz decía:
¡Ay! Chiquita Piconera,
mi Piconera Chiquita...
¡Esa carita de seda
a mí el sentido me quita!
Te voy pintando y pintando
al ladito del brasero
y, a la vez, me voy quemando
de lo mucho que te quiero.
¡Válgame San Rafael!
Tener el agua tan cerca
y no poderla beber...
Ella rompió aquel cariño
y le dio un cambio a su vida
y, el pintor, igual que un niño,
lloró al mirarla perdida.
Y cambió hasta la línea de su pintura,
y por calles y plazas lo vio la gente
deshojando las rosas de su amargura,
como si en este mundo fuera un ausente...
Y cuando, de noche,
Córdoba dormía
y era como un llanto
en la Fuente del Potro,
el pintor gemía:
¡Ay! Chiquita Piconera,
mi Piconera Chiquita...
¡Toa mi vida yo te diera
por contemplar tu carita!
Mira si yo te quiero,
que sigo y sigo esperando
al ladito del brasero
para seguirte pintando...
¡Válgame la Soledad!
Haber querido olvidarte
y no poderte olvidar...