Defiéndeme de los inviernos largos,
de todos las dudas que no tengo.
Del mundo que me espera afuera,
de mis incertidumbres,
de mis mismos errores
que puntualmente volveré a cometer.
Defiéndeme de mis pensamientos
que siempre regresan aquí.
De esa idea superficial
de que de un lado está bien
y por el otro está mal,
y que al final nunca es así.
Y enséñame a fluir como las olas
que se rompen continuamente
al final de la dulce nada.
E incluso cuando parezco capaz
de trepar por el mundo,
al menos tú defiendes mis inseguridades.
Tú eres mi luz
y brillas siempre en mi alma
incluso esta noche, en esta larga noche sin fin.
En su lugar, todo cambia,
resplandeces sobre cada nube
porque el sol existe incluso al final de una lágrima
y nunca puede hacer daño.
Nunca me hace daño.
Defiéndeme de los espectros y sombras,
de las melancolías de siempre.
Del mismo cinismo cansado
que sin más
también transforma mis sueños
solamente en cómodas mentiras.
Y cuando me resigne
y vuelva una noche,
madre de incertidumbres y huérfana de estrellas,
enséñame a brillar
como sabe brillar el sol
que cada noche desciende pero siempre resurge.
Tú eres mi luz
y brillas siempre en mi alma
incluso esta noche, en esta larga noche sin fin.
En su lugar, todo cambia,
resplandeces sobre cada nube
porque el sol existe incluso al final de una lágrima
y nunca puede hacer daño.
Nunca me hace daño.
Para mí, tú eres luz.
Proteges este corazón frágil
incluso esta noche, en esta larga noche sin fin.
Vuélveme feliz,
ilumina con el sol mi alma
cuando en la oscuridad se desliza una lágrima,
¡y no me hagas daños!
No, ¡nunca me hagas daño!
No, ¡nunca me hagas daño!
No, ¡nunca me hagas daño!
Nunca daño.