Yo me voy todas las tardes
a merendar al hotel Ritz,
y tras el té suelo hacer mil locuras
con un galán que está loco por mí.
Juntos a bailar salimos,
nos enlazamos con pasión
y al final tengo yo que decirle
toda llena de miedo y rubor:
¡Ay, no por Dios, no me baile usted así!
¡Ay, por favor, que me siento morir!,
tenga usted en cuenta que mira mamá
y si se fija nos regañará.
¡Ay, suélteme, no me oprima usted más,
pues le diré, si me quiere asustar,
que soy cardíaca y por esta razón
no debo llevarme ninguna emoción.
Las mamás cotorreando
toman el té sin advertir
que en el salón, al bailar, las parejas
se hablan de amor con atroz frenesí.
A las tres o cuatro danzas
suele crecer nuestra ilusión,
y las niñas a coro decimos
rebosantes de satisfacción:
¡Ay, yo no sé lo que me pasa a mí,
pero ya ve que me siento feliz,
siga apretando aunque mire mamá
que si se irrita ya se calmará!
¡Ay, qué placer es bailar el fox-trot
con un doncel que nos hable de amor!
Aunque cien años llegara a vivir
yo no olvidaría las tardes del Ritz.