Paseando una mañana
por las calles de La Habana,
la morena Trinidad...
¡La morena Trinidad!
Entre dos la sujetaron...
Entre dos la sujetaron
y presa se la llevaron
de orden de la autoridad.
La mulata lloraba y decía:
"¡Esto sí que es la gran picardía!
Señor juez, no me trate tan duro,
que yo le aseguro
que no he hecho ná.
¡Señor juez, no me trate tan duro,
que yo le aseguro
que no he hecho ná!"
Pero el juez, que la escuchaba
y en sus ojos se miraba
sin poderlo remediar...
¡Sin poderlo remediar!
Le decía a la morena... (¡Oye tú!)
Le decía a la morena:
"No te levanto la pena,
ni la paz... ¡Ni caridad!"
"Porque sé que a robar corazones
se dedican tus ojos gachones;
y ellos son los que aquí te delatan
y al verlos me matan
y es mucha verdad...
¡Y ellos son los que aquí te delatan
y al verlos me matan
y es mucha verdad!"
Y ella dijo, zalamera:
"Si me saca su mercé,
cuando pase por mi vera
¡mis ojitos cerraré!"
Y ya no sé más. El cuento acabó.
Lo cierto ya fue que el juez la soltó
perdonándole faltas y cosas
que él se las pagó...
¡Azúcar!
¡Ay, mi cumbanchero!
Y ella dijo, zalamera:
"Si me saca su mercé,
cuando pase por mi vera
¡mis ojitos cerraré!"
Y ya no sé más. El cuento acabó.
Lo cierto ya fue que el juez la soltó
perdonándole faltas y cosas
que él se las pagó...
¡Que él se las pagó!
¡Que él se las pagó!
¡Que él se las pagó!
(¡Ay, gracias, señor juez!
¡Qué miedo tenía la mulatita, mi amor!
¡Ay, pero que bueno es usted, señor juez!
Y, ¡qué cumbanchero!
Guapachán, guapachón... ¡Mi amor!
¡Ay, azúcar!)
¡Que esto se acabó!
¡Que esto se acabó!
¡Que esto se acabó...!