John Parker Dimitrinsky, mi perro,
no puede ver a nadie.
Por eso rompe las cartas de amor de la sirvienta,
las flores del jardín, los juguetes de Miguelito,
los poemas de Pablo, la Biblia, las patas de las mesas,
el sofá verde y los demás también.
John Parker Dimitrinsky, mi perro,
no puede ver a nadie.
Por eso rompe los discos de María, los libros
de Cortázar, los de Borges, los de Márquez
y los demás también.
Entonces decía que
John Parker Dimitrinsky, mi perro,
no puede ver a nadie.
Ni al caniche de al lado que es negro,
ni al canario de enfrente que es amarillo,
ni a mi guitarrista que es checoslovaco,
ni a los vecinos, ni a usted, ni a mí ni a él mismo,
porque John Parker Dimitrinsky, mi perro,
es ciego.
Es ciego, igual que yo y usted
y los demás también.
O sino decía que al fin he comprendido
que es mía la sombra que empaña
este bendito mundo de luz, por eso ya no
confundo la luna con el dedo que la señala.