Él salía pronto de casa con la mano en el corazón,
la corbata mal anudada y su parte de razón.
Ella hacía después la cama con jirones de su amor
mientras iba recogiendo su dolor.
Pero al regresar, como cada día,
la galerna abría el ventanal.
El rencor sentado frente a la ira,
se desafiaban una vez más.
Sois los dos culpables de que en mi pecho
vivan la serpiente y el alacrán,
vivan la tormenta y el desaliento,
las espinas del rosal.
Sois los dos culpables de que en mi sueños
no haya un cielo al que mirar,
no haya un río, no haya campo.
No haya paz.
Él volvía tarde y cansado sin nada que contar.
Ella abría sus ojos claros desgastados de esperar.
Él huía como los gatos que se asustan al pasar
mientras ella preparaba su verdad.
Un guante caía sobre mis flores.
Otro duelo a muerte iba a comenzar.
El ruido de sables de cada noche
con el mismo herido que reanimar.
Sois los dos culpables de que en mi pecho
vivan la serpiente y el alacrán,
vivan la tormenta y el desaliento,
las espinas del rosal.
Sois los dos culpables de que en mi sueños
no haya un cielo al que mirar,
no haya un río, no haya campo,
sólo el mar de mi soledad.
Sois los dos culpables de que en mi cuello
sienta vuestras manos al despertar
que me aprietan cada día un poco más.