En Samborombón, un pequeño pueblo sin calles,
no está lejos del Río de la Plata,
casi al borde del Atlántico azul
y con la Pampa detrás,
muchos cientos de millas verdes,
allí vine a caballo una tarde de abril
porque quería bailar tango.
Acordeón, violín y mandolina
se oían desde la taberna y en la sala entré,
allí en el banco, en mantilla
y con una rosa al seno,
sentaba la adorable Carmencita.
La madre, anfitriona, en la esquina,
tomó mi látigo, mi pistola y mi capa.
Invité a danzar y Carmencita dijo:
- Sí, gracias, señor, ¡vamos a bailar este tango!
- Carmencita, amigita,
¿te gusto todavía?
¿Puedo hablar con tu padre y tu madre?,
quiero casarme contigo, Carmencita.
- No, Don Fritiof Andersson,
no venga a Samborombón,
si tiene otros planes con respecto a mí
que bailar el tango.
- Ay, Carmencita, no me decepciones tanto,
pensé obtener un trabajo aquí en la tienda,
portarme bien, sólo ahorrar y trabajar duro,
no apostar ni beber, solamente amarte.
Di, Carmencita, todavía sólo para mí,
di que quieres bailar el tango.
- No, Fritiof, usted entiende la música
pero no creo que pueda estar en una tienda,
y además mi padre dijo hoy mismo que sabía
quien pronto iba a cortejar a su hija.
Uno que tiene veinte mil vacas
y una estancia terriblemente grande.
Tiene toros premiados,
tiene bueyes, ovejas y cerdos
y baila de maravilla el tango.
- Carmencita, amigita,
¡cuidado con los hombres ricos!
La felicidad no está en terneros ni vacas,
tampoco se puede comprar con dinero.
Pero mi amor te hace rica,
¡consígueme un trabajo en vuestra tienda!
Y tras casarnos, tendrás niños lindos
que puedan bailar el tango.