Había un gran señor,
quien habitaba en su castillo,
y en el pueblo, no muy lejos,
habitaba un labrador.
Una hija que tenía
era hermosa, alta y bella,
y el Conde, loco por ella,
suspiraba noche y día.
Porque en aquellos entornos,
otra joven no existía
con una cara tan fina,
con tantas gracias y dones.
Cada vez que la veía,
él su amor le declaraba,
y ella la cara volvía
tan roja como la grana.
Él le dijo: —Robadora...
y hacia ella se acercó.
No le da otra respuesta:
—¡Vos sois Conde; yo, pastora!
—Yo por ti me haré pastor,
de riquezas estoy harto.
—Pues habéis llegado tarde,
mi corazón ya lo di.
Y el Conde, fuera de sí
se fue a esconder al torrente;
y, cuando ve que no hay gente,
en el camino se planta.
Muy pronto ve aparecer
un buen muchacho que avanza.
Era el joven que buscaba,
el rencor se lo hace ver.
Le dice: —Joven, me estorbas;
o me matas, o te mato.
Uno o el otro del combate
quedará bajo la losa.
El Conde le ofrece la espada,
pero el otro no la acepta.
El señor no desespera,
y con la espada lo embiste.
Todo pasó de repente
y aquel joven pega un grito
cuando siente el pecho herido,
del espadazo del Conde.
Después se la limpia el Conde
en las aguas del torrente.
Y al muerto rápidamente
lo entierra en medio del campo.
Y, pasadas cuatro noches,
se va a casa la pastora.
Ella a su amado echa en falta,
nada sabe del suceso.
La coge la mano blanca
y hacia un cuarto se la lleva,
y por estar más seguro
la puerta del cuarto cierra.
La pobre pastora grita:
—¡Ayúdame, amado mío!
Cae al suelo amortecida,
nada entiende, nada sabe.
Y durante siete años,
cada vez que se miraba
el espejo presentaba
aquella mancha de sangre.