Rezarás por el cowboy que busca a su yegua
y andará hasta encontrarla, incansable, sin tregua.
Pero el río ha crecido como el más ancho mar,
anegando la senda que no puede cruzar.
Y no hay ningún rastro, la menor dirección,
los vientos son cuatro sin ninguna razón.
Y es un crimen seguir, es alta traición
cuando no hay dónde ir, es mi maldición.
No soy yo, que fue ella, que a galope corriera
doblando el helecho, surcando la hierba,
marcando el barro con su casco veloz
que él le clavó cuando era el señor.
Y tras una arboleda, ellos sacian su sed,
y una dulce fragancia extiende su red.
Él está como ausente para no comprender
que lo que ella sufrió es lo que sufre él.
Qué dulce era el mundo cuando no había riendas,
y él se ataba a la crin de la yegua.
Y no había espacio, sino izquierda y derecha,
y no había tiempo, sino luz y tinieblas.
Con el pelo al viento le susurra a la yegua:
«Allí donde vayas, irá mi silueta».
Y se funden en uno bajo el cielo de estrellas,
y todo lo que él quiere es lo que ella anhela.
Pero llega la hora de la carga y la silla,
que se clava en su lomo igual que una astilla.
Y el látigo suena cuando cruza las llamas
de un anillo de fuego y él dispara su arma.
Así que ella huirá hacia la alta meseta,
para poder retozar en la dulce hierba.
Y, al erguirse en el aire, el perfil de su crin
recorta la luna en un juego sin fin.
¿Quién guarda la llave de este triste broche?
Todo el mundo lo sabe, no hay día sin noche.
Dicen que el amor es igual que el humo,
después del fuego, no hay remedio alguno.
Así que olvida a la yegua y olvida al jinete,
y vente conmigo, te daré un sainete.
Al temblar el sol, cantará el mirlo
y un sauce llora al otro lado del río.