Eso que llaman estar enamorado
le toca a quien le toca.
El más prudente se puede quedar amorrado
a cuatro patas.
Más de un científico lo ha catalogado
como una enfermedad
que se cura en contacto con la realidad
de cada día.
Los árboles esconden el bosque,
pero es tan bonito que parece mentira.
Siempre es la primera vez
y siempre deja herida.
Quien lo sufre da por sentado
que como aquella morena
no hay otra, sin haberlas probado
una por una.
Y afirmarán, con mirada de cordero,
que como aquella rubia
no hay otra, sin haber pasado nunca
de Zaragoza.
Se van perdiendo las proporciones.
Sólo hay un tema de conversa.
Se confunden las ilusiones
con el culo. Y viceversa.
Eso que vuelve al feroz, manso
y al viejo, criatura,
tiene unos síntomas muy parecidos al ataque
de calentura.
Se embota la cabeza. Se reblandece el corazón.
Del infierno al nirvana.
Pero tiene una cosa, tal vez, a su favor:
no se contagia.
Y para que esto puede prosperar
no basta con una pareja.
Enamorados lo tienen que estar
ella de él y él de ella.
Lo perseguimos y nos persigue porque
de vez en cuando funciona.
Es un instante, pero este instante sólo,
sólo este rato.
Es una traca que revienta en el pecho.
Es llenar la eternidad.
Es hablar con Dios. Atrapar el infinito.
Eso que llaman estar enamorado.