Una mañana
usted se asomó a mi celda de trabajo, y dijo,
veladamente:
"el olor de los libros
ya me golpeó
con el polvillo del asma".
Recuerdo el tono, lo indecible.
Yo lo vi
joven, grave,
un poco remoto por lo que estábamos
los dos pensando, sin saberlo:
por lo que tajantemente nos separaba
y nos unía.
Sobrio el encuentro. Palabras, pocas.
La Biblioteca, levemente agreste,
adquiría neblinas como un bosque.
Ahora usted ha caído, dicen,
en el bosque americano
(en la puna, la selva, el palmar, fraternos),
allí donde la muerte suya, la del héroe,
lo estaba esperando, inaplazable.
¡Qué duro es el amor
a lo que no podemos totalmente compartir,
y sin embargo
nos parte el alma, nos divide
el ser!
¡Qué ardiente
el arte del respeto
que yo le rindo, difícil, como nota viva
de una cuerda en tensión!
Es lo que puedo darle, sin engaño,
ahora que, en mi celda de trabajo,
los libros huelen como hojas - tan amargas!
(11 de octubre de 1966)