Esa llovizna que a veces nos parece mansa,
pero que es llovizna nada más.
Esa llovizna que ablanda los vidrios de las ventanas,
que herrumbra los techos y arrulla a los perros.
Esa llovizna te trajo hasta lo único que he tenido en mi vida:
un cuarto de pensión.
No te vayas nunca, compañera.
La ventana estaba de gris
cuando la llovizna cantó
su romanza buena de amor,
tu amor, mi amor, amor.
Serían las seis, si eran,
en aquel otoño de tardes empapadas.
Sé que el plátano perdía sus marrones cuando cruzaste la calle
quebrada de reflejos.
Tus pelos pegados a la cara,
y tus zapatos chuecos,
y tu adolescencia y la mía.
Y sentirnos inmensamente buenos
sólo por hablar bien de gente buena.
Y aquella guitarra llenando los silencios después de hacer el amor
y aquel temor...
aquel temor de no servir para nada.
No te vayas nunca compañera.
La ventana estaba de gris
cuando la llovizna cantó
su romanza buena de amor,
tu amor, mi amor, amor.
Y caminaban por las paredes
los por qué de cada cosa,
y había alguien que se llamaba
mi bohemia de cantor barato
y tu pollera colgando de la silla.
Y hasta compartir el pan con mortadela,
y la llovizna,
y los marrones, y tu adolescencia, y tus zapatos chuecos,
y el amor...
Y el amor...
El amor...
Amar hasta reventar si es posible, porque eso...
eso es la vida.
No te vayas nunca compañera.